domingo, 24 de enero de 2010

La convivencia en un país desbaratado

Entrevista a Antonio Morales Riveira por Guillermo Solarte Lindo

¿UN PAÍS DESBARATADO? EL PAÍS NUNCA HA ESTADO ARMADO, Y MUCHO MENOS CONSTRUIDO. Históricamente, Colombia nunca se organizó como país. Ni siquiera desde los inicios de la «nacionalidad» colombiana, cuando la invasión occidental de Cristóbal Colón y el proceso poste-rior de conquista, ni desde la formación misma de los núcleos sociales que existían antes de la llega-da de los españoles y que recibieron el mazazo ideológico, ético y estético de la Conquista y de la violación de su existencia. El país, incluso desde el punto de vista de la organización social precolombina, no se formó como tal, no se armó como Estado y por eso jamás se generó nación de ningún tipo.
En lo que hoy se llama Colombia, nunca se consolidó una madeja de relaciones sociales y de conductas y normatividades que permitieran pensar en un conjunto nacional. A diferencia de algunos países de América precolombina —como México e incluso Perú—, donde existía una organización y se originaron y fortalecieron estados, u otros que se consolidaron gracias a las migraciones e influencias de las estructuras racionalistas europeas con una clara concepción de nación, y en consecuencia de Estado —como Argentina y Chile—, en Colombia esto nunca se dio. Se supuso históricamente, a través de la Conquista, la Colonia, la Independencia y la República, que había una armazón nacional, pero ésta nunca ha existido: ni étnica, ni cultural, ni económica, ni social, ni política, ni mucho menos ética.

En consecuencia se impuso la percepción del Estado colombiano contemporáneo como un conjunto, pero jamás hubo una influencia objetiva, una mano histórica que creara una estructura nacional; por eso el desbarajuste del que hoy nos quejamos es, simplemente, la progresión de una no construcción. Tenemos un país apenas zurcido, jamás tejido. Y su único pegamento ha sido —en las mejores ocasiones— la suma de las babas propias de los excesos retóricos o leguleyos. Este país no construido, mucho menos ha sido pensado, diseñado o planeado.

El proceso histórico colombiano, con características raciales y culturales diferentes, es similar al que se generó tras la unificación de Italia en el siglo XIX, y que hoy revienta con el problema de la Liga Lombarda y toda la gente del norte opuesta a la del sur. Aquí también se hizo con babas una nación, como en Italia, como en Yugoslavia, como en todos los lugares y zonas geopolíticas del mundo donde se trató de edificar naciones a punta de guerras y auto-ritarismos, forzando los destinos históricos de los pueblos por medio de la conciliación de lo naturalmente irreconciliable. Tanto como cruzar micos con papayas o pedirle peras al olmo. Igual en Colombia, donde se superpusieron de una manera incoherente razas e ideas, donde se unieron regiones de suyo autónomas, donde se entremezclaron países y culturas siempre al vaivén de las guerras, siempre al ritmo de las destrucciones.

FRAGMENTOS DE UNA IDEA DE NACIÓN

La ausencia de convivencia o la nula tolerancia del país de hoy se produce como resultado de un proceso histórico en el cual se unieron cosas que no eran juntables. Los procesos históricos comunes a toda Latinoamérica, en Colombia se exacerbaron. Aquí se hizo a la brava la mezcla sincrética del cristianismo con la cosmovisión precolombina: la suma atroz de la culpa judeocristiana con el pensamiento animista y naturalista del universo mágico religioso del precolombino. Por otra parte, se efectuó la mixtura de grupos étnicos que deberían haber tenido, en un momento dado, cierta autonomía. Se invadieron las
autonomías naturales, incluso las individuales. El resultado histórico, que se refleja en todos los actos contemporáneos, es que el individuo se siente violado y actúa única y exclusivamente como individuo, o sea, es intolerante y no convive. No reconoce una colectividad forzada, impuesta, y como ser colectivo se ve subyugado; por consiguiente, reacciona dándole preponderancia a su individualismo. Y lo hace, desde luego, con violencia individual o colectiva.

Ese egoísmo infinito del individualismo colombiano, que es el pan cotidiano, se nota hasta en problemas psicomotores, como los excesos que se producen en el tráfico de la ciudad. Alguien que no ha sido educado en el respeto físico de los espacios, frente a la obligación de respetar con su auto una línea que divide dos carriles, tenderá siempre a meterse en el carril que no le corresponde, quebrantando el orden colectivo y exaltando un supuesto orden individual que equivale al caos social. Y lo hace porque no es capaz de mantener esa linealidad que los europeos sí guardan culturalmente, como nación, basados —trágicamente también— en su triste legado histórico de acción y reacción, de crimen y castigo, de culpa y purga del pecado.

Lo que hacemos en la calle o en la guerra es, de algún modo, el rechazo del inconsciente colectivo a la imposición de esas mixturas culturales que se alcanzaron a punta de cruces y espadas. Es el rechazo a la autoridad que pretendió aplicarle a la gente una inyección de orden para hacer una «nación», y no lo logró porque quienes impusieron la legalidad y el supuesto orden, nunca entendieron la psicología y la organización social de las masas y de los individuos mestizos.

LA COMPLEJIDAD DE LA VIOLENCIA

Habría que revaluar el término de violencia política y, de alguna manera, ampliarlo, pues no solamente el hecho del asesinato con un propósito político es un crimen político. La violencia política, en un sentido más amplio, es también el subproducto social de todas las barbaridades históricas y de todos los sojuzgamientos propios de la llamada violencia cotidiana, amén de la violencia clasista, la de la opresión y la inequidad. La delincuencia común también es —quizás a la inversa— violencia política. Eso no es nuevo para nadie, ni siquiera para quienes demonizan todas las expresiones libres, en medio de un maniqueísmo simplista y torpe de disparos, de autodefensas y de opciones más retardatarias como el neoliberalismo, que no es más sino una forma velada y de moda de la suma del viejo colonialismo con el contrabando de hoy, idéntico al de antes, que fuera la gran expresión de la economía en los primeros años de la República y que hemos heredado en forma de narcotráfico.
Nuestros 25.000 muertos al año, así se deban a la estrellada de un bus que tenía mal los frenos, o de una línea en la vía no respetada, obedecen a una conducta política impuesta por los poderosos, de una seudocultura política. La histórica, la de siempre: la de la ventaja, la del clientelismo, la del beneficio individual. Porque si el ejercicio de la política es corrupto, el dolo está implícito en la válvula del bus a la que le faltaba un poco de líquido; porque así es más barato, como lo enseñan los mercachifles de la macroeconomía. En consecuencia, los 30 muertos del bus que se va a un abismo son producto de una conducta igualmente equívoca; de una violencia no sólo política sino instituida por las «políticas» y no reconocida como violencia y conflicto social, por una depravación histórica de quienes «organizan» la sociedad.

IDENTIDAD EN LA ANARQUÍA

Curiosamente, la identidad se da cuando el colombiano o el bogotano se ponen en sintonía con lo suyo, que es la anarquía psicomotriz cultural; ahí, en medio de la anarquización de todo, paradójicamente se produce una cierta organización. Es en ese momento cuando el conductor respeta la «cebra» en el semáforo. Hoy, de manera espontánea, mucha gente cede el paso y construye leyes intuitivas y «legítimas» para organizar lo que el Estado es incapaz de manejar: la calle, la gente, los asociados con sus deberes y derechos.
Cuando el colombiano se reconoce en el desorden y vive del desorden, empieza a organizarse. ¿En qué medida? De repente la gente empieza a construir espacios de tolerancia y convive, mal que bien, ante la absoluta inexistencia del Estado como figura paterna, autoritaria. Entonces es paradójico que a través del desorden, la gente encuentre la semilla para poder organizarse. Si hay algo notorio en la Colombia de hoy es que ante la desaparición del Estado, la gente se organiza por encima de su ausencia, llámese guerrilla, paramilitares, ONG o sociedad civil. Y esto se expresa, más allá de los conceptos, en la simple cotidianidad, en la sobrevivencia.

LA LEY: UN JUEGO SIN FIN

Cuando se habla de la Constitución uno piensa en la ley. Las legislaciones colombianas se han pensado y construido, a lo largo de los siglos, para que no perduren. Ésta es una perversidad del alma de los legisladores, puesto que la ley debería permanecer como pauta de conducta a través de la cual se corrige y se convive. En otras sociedades sucede lo contrario; los gringos tienen una Constitución de diez artículos y esa regla subsiste gracias a un régimen policial. Aquí parece que cada ley tiene dentro de sí la semilla de su propia autodestrucción para posibilitar que se dé el santanderismo, la continuidad tonta de leyes que no sirven y que generan otras que no perdurarán, para que sólo se reproduzca estúpidamente la necesidad de más leyes y más legisladores, siempre dentro del universo de la ineficacia, la garantía de supervivencia de lo que Gaitán llamaba «los mismos con las mismas». Esa es la maña del poder. Para perpetuarse tiene que traicionar su propio invento: la ley. ¿Y cómo? Haciéndola imperdurable. Los poderosos se perpetúan en este país reformando siempre la ley para quitarle perdurabilidad, y en ese juego de malhacer leyes todo el país, con ellos a la cabeza, perece, históricamente hablando.
Si la ley desde un principio estuviera relativamente bien hecha, ellos no podrían seguir legislando sólo para el día a día. Tan así es que por ejemplo en un tema como la extradición, que nos agobia nacional e internacionalmente, los constituyentes de 1991 sólo legislaron para la coyuntura. Había narcoterrorismo y decidieron olvidarse de la extradición, sabiendo que cinco o seis años después iba a armarse un rollo internacional o un rollo interno tan fuerte, que iban a tener que revisar esa decisión. Una ley contradice la ley de hace quince años y la extradición es un claro ejemplo contemporáneo de cómo legislar para el presente. Hacen constituciones para la coyuntura, y ¿qué pasa después? Se inventan las posibilidades de reformar a través del Congreso para quitarle las vísceras a la Constitución, para poder volver a hacer otra ley que tampoco perdure. ¿Cómo quieren entonces que el ciudadano se acoja a una ley de pacotilla? ¿Que respete una normatividad variable, fútil e inaprensible? Y lo peor es que en ese juego siempre ganan ellos, los del poder, y pierden los que en apariencia sí están sujetos a la ley, los ciudadanos del montón que la rechazan consciente o inconscientemente y son castigados por ella o por las leyes privadas, ilegales. Esas que hoy ejercen con barbarie los «paras» que dicen representar la legitimidad, y las propias fuerzas de esa «legitimidad». Por esta razón no creo que la ley, por encima de la conciencia individual y colectiva, sea la única posibilidad de organización social. Quienes manejan las leyes, hasta la de la oferta y la demanda, siempre están aliados, y les favorece que éstas no perduren, aunque sepan que la impunidad original de la ley es su no perdurabilidad. Y esa es una raíz definitiva de la violencia. Tan así es que se hizo una gran ley, la Independencia, que en su conjunto —con todo lo que implicaba— era una ley civilista, una conquista que nos permitía vernos, existir y actuar en una sociedad soberana y nacional. Y no pasó nada. Esa ley original, como todas, nunca se cumplió.

LA PERIFERIA PARA EL CENTRO

El lastre histórico de no vivir en armonía con la geografía vertical diversa que tenemos en el corazón y en el entendimiento, se debe al triunfo del centralismo. Es la victoria de Nariño, por una parte, y más tarde de Bolívar y Santander. Haciendo un poco de ficción histórica, uno puede preguntarse qué habría pasado si a través de una ley de carácter federal se hubieran respetado la diversidad cultural, las regiones y las economías en Colombia. Cualquier intento contemporáneo serio para reestructurar el país y sacarlo de la guerra debe pasar por el planteamiento de la institucionalización de las autonomías regionales, en una especie de prefederalismo, que será la única medida que permita legalizar lo que hoy es un hecho: el dominio territorial por parte de unos grupos armados que han consolidado su influencia en todos los niveles, sobre vastas áreas de la geografía nacional. Las famosas reformas constitucionales hacia la paz deben considerar, antes que nada, el federalismo como nuevo diseño político, de tal modo que esas fuerzas autónomas sean convocadas por un Estado, ese sí de verdad nacional, que sea como un alter ego de las regiones, libres, pero vinculadas a la nación. Esa es la única fórmula realista para que la guerrilla, los «paras» y demás factores de violencia que no piensan dejar las armas sino reinsertarse armados en la sociedad, como ya lo han planteado, hagan parte de fuerzas policiales o militares regionales que le deban obediencia a un Estado central pero no centralista. Fuerzas que dependan de un ejército nacional, pero que simultáneamente garanticen la validez y la permanencia del concepto de organización federal de la vida civil y militar. Y que garanticen, en una especie de paz armada, los logros mismos de la paz en materia política, social y económica. A eso no hay que tenerle miedo, y esa, en últimas, puede ser la verdadera reinserción de todos los alzados en armas.

Con un ejército nacional ineficiente ideológica y operati-vamente, una guerrilla fuerte, el problema de la tierra dividido en tenencia y territorialidad —origen histórico de todo el derrame de sangre en Colombia—, unos «paras» que también están en el problema de tenencia y territorialidad y que desplazan, se encuentra otra posibilidad muy fácil de balcanización. El remedio podría ser una república federal que no sólo propusiera soluciones contemporáneas, sino que finalmente enderezara un equívoco histórico: haber pegado con babas una nación que sólo existía en el delirio de unos iluminados que nunca miraron la historia, que no se dieron cuenta de la inmensa diversidad cultural y que forzaron un esquema centralista y excluyente, causante de todas las guerras y de todas las injusticias.

LA GUERRA DE LOS FANTASMAS

Los gringos tienen un interés estratégico de carácter geopolítico. Luchan contra el narcotráfico porque les afecta sus intereses económicos seudoéticos, y como policías del mundo mantienen el prohibicionismo mientras les convenga. Además, el expansionismo norteamericano y la concepción imperial siguen ahí y más que nunca ahora que empiezan a darse los primeros síntomas de sus deseos de «vietnamizar» el caso colombiano. Además la «variable» Colombia, en términos de la política del Departamento de Estado para América Latina, seguirá siendo la misma: una política en la que prima lo económico, lo estratégico, lo militar y lo neocolonial o neoliberal, como lo quieran llamar. Me parece que en la Colombia de hoy, no en la de 1900 y de la pérdida del canal de Panamá, sino en la de hoy, los gringos no se la pueden jugar como quisieran. Esta argamasa que es la sociedad nacional, este sancocho del que hablaba Jaime Bateman, es un intangible desde el punto de vista de la estrategia imperial. Este país es un lugar inmanejable. Aunque el ser colectivo colombiano no es nación ni es nada, sí es profundamente lúcido, inteligente, imaginativo y tiene una concepción antiautoritaria que tendría que confrontarse, y de hecho ocurre, con la máxima autoridad del planeta. No les sería muy fácil tener de verdad una capacidad de manejo sobre este país, así sea a través de los sapos nacionales que les hacen el juego. La respuesta de Colombia, aunque suene romántico, sería profundamente creativa, profundamente lúcida.
Por otra parte, el poder político y económico todavía es fiel intérprete de sus propias necesidades que, en últimas, coinciden con las de los Estados Unidos; por ejemplo, todo el proceso de la apertura, de ese reino del contrabando que nos instaló César Gaviria y del cuento de la globalización —otro proceso devastador para el país y en general para el Sur— coincide perfectamente con los intereses de los comerciantes norteamericanos. Y los gringos, como sociedad imperial, no son nada más ni nada menos que eso: comerciantes. Igual de «tumbadores» a los de acá, y por eso se identifican con sus modelos neoliberales. Este siempre ha sido un país de comerciantes y de leguleyos, cuyos intereses coinciden con los de los Estados Unidos.

Ese cordón umbilical que hay entre los Estados Unidos y el poder político y económico en Colombia, sigue evolucionando. En cambio, si se rompiera verdaderamente el equilibrio de la «democracia» colombiana en sí misma y en su relación con los gringos la cosa se tornaría difícil e incluso podría pensarse que los Estados Unidos adoptarían otro tipo de acciones, a su juicio mucho más eficaces, para volver a organizar su «Banana Republic». Por ejemplo, si se produjera ese proceso de balcanización, es decir, si ocurrieran decisiones políticas definitivas en este país, si se consolidaran tendencias y reformas en los próximos diez años, los gringos sí se jugarían una salida militar: pellizcarían un pedazo de territorio y dejarían otro intacto. Eso sucedería así si la guerrilla tumbara una puerta descomunal y verdaderamente pusiera en jaque al país.

TENSIONES EN LAS EXTREMIDADES

Lo más extremo es el equilibrio de la guerra. Dentro de una pavorosa ética social el país se ha acostumbrado a que existe una guerra equilibrada, que produce unas estadísticas de horror y unos porcentajes de sangre «asumibles» para la sociedad. Es extremo que nos hayamos acostumbrado a 250.000 muertos en los últimos años y que nos parezca que la guerra es manejable, mientras sea estable. Eso es lo que un proceso de paz debería romper, no el extremo de la polarización de las fuerzas mismas del conflicto y de su capacidad de avance o de retroceso. Hay que romper el hilo conductor de la existencia de una guerra permanente, de una guerra que no va ni viene, que desafortunadamente no tiene en tantos años, cerca de 40, un ganador a la vista. Es terrible, pero aquí lo único estable y perdurable es la guerra. Esa sí ha sido en las últimas décadas la verdadera norma y en ella sí perduran las leyes, pero las de la guerra, las que nos gobiernan en lo social y en lo político.
La pelea es por la territorialidad. Finalmente los violentos tratan de conservar lo que creen suficiente para el abastecimiento de su gente y para su crecimiento. Por eso la guerra en Colombia no es de ganadores ni vencedores y, por tanto, perdura, volviéndola más trágica porque se trata de conservar zonas invadidas a veces por el uno o por el otro. Esa posibilidad de entrecruzarse en territorios y en dominios físicos de la tierra es la que hace perdurar una guerra boba que tan sólo garantiza un cierto equilibrio, incluso económico y de relaciones de producción entre quienes se van acomodando, entre ellos el ejército y la sociedad misma, que poco a poco se vuelve inmune a la guerra, hipnotizada. ¿Quién se beneficia de esa estabilidad de la guerra? Pelecha el ejército porque crece, porque le dan más recursos; pelechan los «paras», la guerrilla y hasta los procesos de paz. Lo más inmoral de una guerra es que sea estable.

PRIVADOS DEL EJÉRCITO

El ejército nunca fue nacional, sino más bien un ejército construido para el servicio de un sector o de unos sectores, pero siempre con un concepto particular, privado y no público, mucho menos nacional; de ahí la facilidad con que varios de sus miembros y algunos dueños de la propiedad tomaron la decisión, no hace mucho tiempo, de privatizar la guerra con ejércitos a sueldo como los paramilitares o las autodefensas. En ese sentido el general Manuel José Bonett tiene una anécdota reveladora: «Cuando era subteniente en Ciénaga (Magdalena), me ordenaron acabar con los liberales; cuando fui coronel, me ordenaron matar a los comunistas». ¿Quiénes? Los dueños del ejército colombiano, que son los mismos dueños de la economía y de la política; entonces que no se rasguen las vestiduras. El más privado de los ejércitos es el colombiano. Los «paras» son privados, pero el ejército colombiano lo es mucho más. Es muy difícil que un ejército que jamás ha sido nacional, se vuelque en sentido figurado sobre la nación real y no sobre la nación parcial que ha sustentado.
Últimamente ha pasado otra cosa fundamental en el conflicto armado en los campos. Hace unos años, en la época de la violencia anterior, el problema era la tenencia de la tierra, el campesino que pretendía la reforma agraria y el otro que no se la otorgaba, pero en los últimos tiempos ese polo de conflicto bélico se desplazó hacia la concepción de la territorialidad que sobrepasa el problema de la tenencia de la tierra. En el manejo de las grandes áreas rurales lo menos importante es la propiedad privada de la tierra, que era por lo que se peleaba hace 50 años; lo importante ahora es el dominio económico de inmensas extensiones. ¿Por qué lo menos importante es poseer la tierra? Porque se tienen armas de territorialidad absolutamente asombrosas como la capacidad de desplazamiento, y a través del desplazamiento no se necesita poseer las propiedades. Por la ausencia del desplazado, éstas simplemente son de las fuerzas de ocupación. El mayor negocio en el campo en los últimos años es el desplazamiento, y más en el caso de los paramilitares. La guerrilla también juega a la territorialidad: por su intención política, por su deseo de reformas o quizás por un supuesto deseo de toma del poder. Los «paras» juegan porque si salen 300 campesinos de Mutatá, simplemente quedan 25.000 hectáreas, y si se puede sembrar coca, ¡perfecto!

En los últimos cinco años se ha dado una transformación evidente del fenómeno paramilitar. Fue una bola de nieve que se les salió de las manos a sus creadores, esto es, al ejército y a los narcos, apoyados por los ganaderos y por los agricultores. Sin embargo, Carlos Castaño está totalmente identificado con los deseos igualitarios de las Farc y el ELN, pero no con su modo de actuar. ¡Los paramilitares hoy son refor-mistas! Son, en este momento, una guerrilla de «derecha revolucionaria» que pone en práctica el concepto de la territorialidad para hacer una reforma agraria, no por la tenencia de la tierra, sino por el dominio territorial mismo, geopolítico y estratégico, desde luego al servicio de quien les paga; esa es su gran flaqueza moral, además de la inmensa cobardía de asesinar a la población civil.

Pero volviendo al cambalache de la tenencia de la tierra, enfrentada al nuevo proceso de territorialidad, ya no son de alguna manera los individuos los que hacen las guerras. Los individuos sumados, los de antes, los que querían una tierrita... ahora son unas masas flotantes en lo ideológico y lo económico, que se van moviendo por el país poseyendo dominio territorial y en consecuencia poder político, militar y económico.

La guerrilla pide unas mesas de diálogo que conduzcan a otra Asamblea Constituyente para renovar de nuevo ese mito colombiano, el de la Carta Magna: todo el mundo quiere pasar a la historia reformando ese libro. Pero a mi juicio la guerrilla colombiana sigue siendo un movimiento armado que, como todos, ejerce de manera estúpida la violencia, que está metido en una guerra sin salida, pero que evidentemente no es una banda armada terrorista, ni una banda de narcotraficantes. Se trata de organizaciones político-militares que mantienen unos preceptos ideológicos de justicia social, de reforma social. Ya se bajaron hace rato del cuento de la dictadura del proletariado y de la construcción del socialismo, de la utopía marxista-leninista, pero mantienen una estructura ética y política que les da legitimidad ideológica.

¿QUIÉNES, PARA NEGOCIAR QUÉ?

En medio del posible diálogo con los alzados en armas se va a ventilar el problema del costo-beneficio, dentro del pragmatismo y la autosuficiencia de la burguesía colombiana y de la guerrilla. Hoy el presidente de Fedegan, Jorge Visbal Martelo, puede decir: «Bueno, mi costo es de 10%; la embarramos históricamente, doy el 10% de justicia social». Y ese negocio, como es obvio, se producirá dentro de la guerra. Cada cual querrá presionar más, deseará regatear, como hace uno cuando va a la tienda o a un sanandresito a comprar algo. Exactamente lo mismo: tanto de reformas sociales, tanto de bienestar familiar, tal modificación del Seguro Social para cubrimiento del 40% en salud. Eso es lo que inicialmente van a negociar, pero la unidad del Estado también la van a tener que negociar.
Un aspecto fundamental, la cohesión del Estado por medio de las fuerzas militares, será el punto definitivo de una negociación. Más allá del dinero, de las reformas, de la reinserción, de los mismos procesos inherentes a la paz, el problema es qué hacer con las fuerzas armadas del país. De alguna manera las propias fuerzas militares lo único que no dejarían tocar sería su integridad, y todo depende de quien esté al frente del Estado, de quien esté aportándoles la ideología a los militares en el momento en que se produzca la negociación. Ese es el gran problema, porque la guerrilla seguramente pedirá la reestructuración de las fuerzas armadas. Ahí vendrán las grandes dificultades, cuando en el negocio se metan con la almendra, con esa institución «romántica» que es el ejército de la patria, que en el fondo no es otra cosa que la seguridad del Estado y de quien lo soporta.

En ese instante se empezará la discusión sobre el concepto de Estado que se quiere. ¿Centralista? ¿Federalista? ¿Con autonomías regionales? ¿Neoliberal? ¿Social? La primera discusión y el último acuerdo serán sobre qué pasará con las fuerzas armadas, las legítimas y la guerrilla; eso lo tienen que negociar paralelamente a todo lo demás. No obstante, lo que marcará la pauta será el negocio de las armas de la guerrilla y del ejército, en un sentido político. ¿Quién debería estar en la paz? Ahí sí toca ser casi matemático, sumar el todo nacional. Y cuando digo sumar todo, no es solamente convocar a la mesa y a los procesos de paz al Estado, los bandos y las organizaciones que tienen un puesto ganado y una cierta legitimidad: ONG, derechos humanos, campesinos, sino a lo que coloquialmente podría definirse como todo el «combo». Mucho más allá de lo que hoy llaman «sociedad civil», que poco a poco comienza a dejar de ser una expresión libre de la colectividad porque ya ese concepto lo empiezan a manipular los medios, los gremios y los políticos para apropiarse de esa sociedad civil y convencernos una vez más de que ellos dizque son Colombia, para volver a atracar al pueblo y robarle su representación. Todo el país, es decir 40 millones de personas, debe estar representado para cohesionar la gran masa de la paz. Es un problema histórico de exclusión el que hay que vencer. La gran estrategia, el gran trabajo de la gente que piensa en este país y que produce ideas, debería ser la generación de mecanismos para aglutinar una expresión que nunca se ha dado, una expresión históricamente oculta e invisible, la de los millones de colombianos que son en últimas las víctimas de la violencia, los que se mueren. Ellos tienen que expresarse por encima de la guerrilla, del poder, de los dueños de la producción, de la Iglesia y del ejército. Todos los colombianos deben ser aceptados en el proceso de paz y en la construcción de un nuevo Estado y un nuevo país, para ver si al fin somos nación.

Versión de la entrevista a Antonio Morales Riveira, tomada del libro No pasa nada. Una mirada a la guerra, de Guillermo Solarte Lindo, editado por Tercer Mundo y el Instituto Interamericano de Cooperación para la Agricultura, IICA, 1998.

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